Ponerse a la defensiva es algo natural, lo hacemos por
instinto de supervivencia, para prevalecer en un mundo hostil que puede acabar
con nosotros anímica y espiritualmente. Las formas innatas de reaccionar ante
un peligro son huir, atacar o permanecer inmóvil para ocultarse y pasar
desapercibido y estas reacciones, ahora que no nos encontramos en un entorno
salvaje, se manifiestan de formas más psicológicas y sociales.
Reaccionar de estas formas no representa un inconveniente
grave, el problema se genera cuando se está en constante alerta. Estar
constantemente en tensión hace que nos desgastemos y deterioremos
prematuramente.
Son muchas las razones que nos pueden llevar a estar a la
defensiva, desde una inseguridad enfermiza de la propia persona a malas
experiencias vividas. Y seguramente a la persona que sufren de estos males no
les falte motivo para comportarse de forma resabiada, pero lo único que se
consigue con esta forma de actuar es empeorar tu propia situación, ya que
hacemos daño a personas que posiblemente no nos deseen el mal, consiguiendo así
un aislamiento y alejamiento social mayor.
La única medicina para curar esta dolencia seguramente es
administrar una gran dosis de paciencia, comprensión y cariño a las personas
afectadas por este estigma, pero ¿acaso no es difícil ponerle una inyección a
un erizo?
Si la persona afectada no pone de su parte e intenta abrirse
a los demás con valentía y conciencia de que va a ser doloroso y que puede haber
personas que se aprovechen incluso de esa indefensión, el anquilosamiento que
provoca estar continuamente cerrado a los demás, jamás podrá ser salvado por
mucho remedio que intenten poner los que te aprecian.
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