Amanece perezosamente la madrugada como un capullo en flor que se abre ante las gotas del rocío de la alborada... sin que te pidan tan siquiera permiso... ¡que desconsiderada!
Suena la estridente alarma que te avisa de que ha comenzado la carrera del
nuevo dia, te vistes, desayunas, te aseas, arreglas la habitación, alimentas a
tu mejor amigo, sales de casa a cumplir tus obligaciones, tus obligaciones se te
acumulan y tienes que cumplirlas presto y veloz, vuelves a casa, almuerzas,
come tu mejor amigo, intentas estar a la altura socialmente durante tu tiempo
libre, vas a entrenar, entrenas y das todo lo que puedes de ti, vuelves de
entrenar, cenas, tu mejor amigo también tiene que cenar, te vuelves a asear,
haces tareas de la casa, imaginas planes maravillosos que te solucionen la vida
y cuando menos te lo esperas estás en la cama en los brazos de ese tal Morfeo, todo se hace oscuro y el ciclo se cierra para vuelta a empezar con los primeros rayos de sol.
Una rutina ajustada para cada segundo de las 25 horas de tu
día a día, donde cualquier suceso imprevisto se convierte en una odisea y
cualquier ausencia de tus acciones rutinarias es un remanso de paz.
Desastrosos los días en los que se acumulan más de un
imprevisto, un encargo sorpresa y super-urgente, una desgracia nimia que hunde
tu mundo por una fracción de segundo y que tardas en superar media fracción de
ese mismo segundo.
Siempre corriendo, siempre persiguiendo, siempre huyendo,
siempre en movimiento constante solo interrumpido para descansar y repostar.
Una carrera que nos lleva a una meta de la que nos damos cuenta demasiado tarde
de que en lugar de esperarnos dos despampanantes pin-ups con flores, medallas y
una gigantesca botella de cava, únicamente nos depara un gigantesco precipicio hacia algo
desconocido y que en realidad no tienes ganas de saltar.
Descansa. Relájate. No corras más… recobra el resuello, esta
vida debería ser un apacible paseo, no una frenética carrera.
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