Las personas que se van de su tierra a vivir a sitios
lejanos, no lo suelen hacer por placer, la inmensa mayoría lo hacen por
necesidad, por prosperar y encontrar una vida digna y mejor.
Es cierto que un país tiene que velar por los intereses de
sus ciudadanos y sus dirigentes solucionar los problemas del propio país, pero
la triste realidad es que en la práctica las cosas no son tan sencillas, sobre
todo cuando hay intereses egoístas y particulares. Pero tampoco es justo
desfavorecer a los hijos de tu propia tierra en favor de los extraños.
Este tema es muy curioso, porque en los países
desarrollados, los más partidarios de la inmigración son los empresarios que
buscan una mano de obra más barata y poder mantener unos salarios bajos
perjudicando así socialmente a la mano de obra autóctona. Y esto perjudica también
al país de donde sale el emigrante, porque normalmente son los que tienen más
afán de superación y más nivel de preparación los que se marchan buscando un
porvenir.
Todos los países se jactan de su hospitalidad y de ser
amables y tolerantes, pero lo cierto es que si fuera totalmente verídico, no se
crearían tantos apelativos despectivos para los emigrantes y los extraños
(charnego, maqueto, sudaca, panchito, moraco…), ni tampoco se pondrían tantas
pegas a la hora de facilitar un cobijo al forastero. Por otra parte, no es
xenofobia o aversión a los extranjeros lo que más suelen tener las sociedades
desarrolladas, sino más bien aporofobia, miedo u odio a los pobres, los
intocables, los más desvalidos económicamente.
Deberíamos de tener un poco más de consideración con los
forasteros, ya que cualquier día podemos ser nosotros los que tengamos que huir
de nuestra tierra y sentirnos como extraterrestres en un mundo extraño y hostil.
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