En todas las culturas encontramos máscaras, desde las más
primitivas hasta las más avanzadas. Las máscaras se utilizan para en general,
cambiar de personalidad, no ser quien
siempre eres, para ser un espíritu, un dios, un héroe o cualquier otra
personalidad.
¿Por qué la humanidad tiene esa necesidad de sentirse o
personificar otra entidad ajena? Los antiguos actores y sacerdotes griegos las
utilizaban en sus comedias y demás ritos religiosos, los chamanes tribales para
identificarse con sus espíritus, los guerreros para causar pavor o no ser
reconocidos tras la guerra, incluso en ritos funerarios se utilizaban para dar
al difunto una mayor potencia espiritual y permitirle llegar a su destino más
allá de la muerte sin problemas.
Quizás se deba a que nos da miedo acometer ciertas acciones
siendo nosotros mismos, o quizás se deba a que nos gusta salir de nuestra
rutina y ser individuos diferentes. El caso es que las utilizamos para suprimir
y ocultar nuestra naturaleza y dar salida a otras diferentes y más tabúes.
De todas formas, sea como sea, nosotros disponemos de
nuestra propia máscara natural, la que llevamos todos los días y con la que en
ocasiones somos capaces de mentirnos incluso a nosotros mismos. Nuestros gestos
faciales, al igual que en un test de Roscharch, producen diferentes reacciones
e impresiones en los que nos rodean, aunque quizás solo sea un mohín ambiguo y
con falta de estructuración, pero hace que aflore nuestro alma a esta máscara momentánea
que en determinados momentos puede llevar a la mal interpretación de nuestras
palabras y acciones.
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