Ese ser innombrable, irreconocible, sin forma definida, de
colores más allá de la gama cromática percibida por el ser humano, ese horror cósmico
e ignoto compuesto por ángulos imposibles...
Tememos sin duda alguna a lo que no conocemos, probablemente
por la incapacidad de nuestra mente a darle forma para poder afrontar ese reto,
quizás también tememos lo desconocido porque nos desespera que ese ser
intangible y amorfo nos robe nuestra propia identidad.
Nos abruma y nos aterroriza la idea de que exista algo
incapaz de ser medido, pesado y delimitado por nuestros patrones humanos,
apreciamos de forma innata las cosas bien definidas y reconocibles de forma rápida
y sencilla, porque de esta forma nos es posible o más fácil controlarlo, o
precisamente porque al conocer sus datos, de forma inconsciente, ya intuimos
que ha sido controlado y puede volver a serlo.
Sensaciones extrañas, presencias preternaturales y por
supuesto los eternos y constantes desconocidos de la muerte y el caos son los
ingredientes utilizados cuando se pretende dar miedo. Controlar por el miedo y
el desconcierto a lo que no podemos controlar es un oficio conocido desde hace
milenios. Las religiones mistéricas arcaicas que siempre iban unidas al poder,
poseían estos ingredientes en ingentes cantidades y aún muchas de las
religiones que actualmente perduran y el poder, que supuestamente está separado
de la religión, continúan atemorizándonos aunque de forma más sutil y mezquina.
Sin duda alguna, el miedo a lo desconocido es el miedo más primitivo
y profundo que puede sentir el mundo, un miedo que (utilizando palabras fetiche
de H.P. Lovecraft): es como un icor negro, pestilente y nauseabundo que nos
estrangula las entrañas con sus oscuros y primigenios tentáculos
preternaturales nacidos en una época remota donde el hombre aún no era hombre.
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