Hay ocasiones en las que dejamos hablar a nuestra boca sin
hacer pasar las palabras por nuestro cerebro, ocasiones en las que abrimos
tanto la boca que se nos ve el alma y no tenemos cuidado de ser celosos con
nuestro tesoro más preciado. Son momentos de desahogo en los que no hablamos
nosotros mismos, sino nuestros monstruos interiores.
Las personas que nos conocen, al momento lo identifican como
un trastorno pasajero y no suelen tomar en serio nuestras palabras porque saben
que han nacido de la irreflexión y la ira.
En ocasiones alguna de esas saetas perdidas que se nos
escapan por la boca en momentos de enajenación llegan a dar en algún
desafortunado objetivo y a herirlo, en el momento en que un ser querido sufre
por una de nuestras palabras, debemos ser prestos y hacer fluir tan rápido una
disculpa sincera salida del corazón, como la saeta que hirió a nuestro ser
querido. No dejarnos llevar por el orgullo, esa serpiente que atenaza nuestra
garganta cuando debemos pedir disculpas por nuestros errores y admitirlos.
La mejor forma de solucionar estos conflictos es no usar la
palabra de forma vana, pensar lo que vamos a decir y solo hablar cuando estamos
seguros de lo que queremos decir. Nuestras palabras deben ser como el relámpago
y el trueno, lo que decimos debe de ser el precursor de lo que hacemos. El
trueno siempre va precedido y acompañado
del relámpago, nunca se produce solo el trueno y tampoco el relámpago, a su
vez, tampoco el trueno adelanta al relámpago ya que esto va en contra del orden
natural de las cosas.
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